22 de abril

Lo llevo bien, lo llevo bien. Hago bandera del llevarlo bien, lo deseé incluso, un confinamiento personal, pero no deseaba en cambio decenas de miles de muertos y una economía en riesgo de paro cardíaco. La idea de que se cumplan los deseos de manera desaforada. Un genio de la lámpara sin sentido de la mesura. Un genio torpe, que en su generosidad provoca más mal que bien.

Lo llevo bien, lo llevo bien, tanto es así que hoy me levanté antes de las ocho y, ya duchado y repeinado, entendí el significado literal del saludo al sol. Tras casi cuarenta días sin verlo —piso exterior pero que no fue agraciado con la presencia solar directa— descubrí, o recordé, que a esas horas poco transitadas el sol sí se dejaba ver. Así que me he colocado como una suerte de figura de cera frente a un sol tibio, tiepido aprile, al que demandaba su dosis de vitamina D como el ratero exige los euros calientes para sus vicios.

He desayunado después una quesadilla con aguacate para esperar después sus efectos benéficos mientras escuchaba a Íñigo Alfonso por la radio, pero en lugar de llegar una energía nueva he sentido deseos de tumbarme. Quería terminar la novela de Juan Trejo, cuyo relato de un infarto vivido, entiendo, en carne propia me ha dejado un mal cuerpo considerable. El hipocondríaco suele serlo por su empatía extrema; prefiero no pensar en la fragilidad, en la falibilidad, de esa máquina fundamental para que todo se sostenga. Porque somos, los vivos, un prodigios de cosas que no fallan. Y que siga.

La salud es el silencio de los órganos, suele decir Holzer, y el otro día precisamente le comenté que notaba la presencia de los pulmones. En tiempos de pandemia, una cierta hipocondría es lo sano, digo yo.

Así que he sentido el deseo de leer, de terminar la novela de Trejo, pero me ha dejado tan cansado esa experiencia crucial al borde de la muerte que no he podido por menos que caer dormido, a pesar del café, a pesar de la vitamina D, de mis deseos de consagrar el miércoles a la teleproductividad.

He despertado a unas horas inconfensables y he pensado que sí, lo llevo bien, lo llevo bien, pero algo en mi aliento sabía demasiado a mí, a habitación sin ventilar, a yo sin ventilar.

Así que, por la tarde, después de enviar una factura, me he propuesto descubrir a pintores. Como Léonard Tsuguharu Foujita, y su vista de una calle de París, en 1922.

leo
Léonard Tsuguharu Foujita, 

 

 

6 de febrero

¿Qué hostias pasó con aquella cuerda? Un La mayor, la quinta, Savarez, que envié a mi primo J por correo postal, dado que no fui capaz de comprársela estas Navidades como simbólico gesto de agradecimiento a su siempre acogedora disposición doméstico-logística.

¿Que qué pasó? Nada. O todo. Que no llegó, vamos.

Y no pasa nada. Alguien debería fundar aquel PPC (Partido de las Pequeñas Cosas). Mandas una carta, no llega, y aquí paz y después gloria. Recuerdo unas tarjetas postales que envié desde Florencia, a Rosa, a Imanol, a Alessandro, que jamás llegaron. ¿Y no se hace un juicio sumarísimo?

Uno vive ya más o menos indignado con las cosas que son de indignación popular, de injusticia flagrante, le afecten o no. Pero que falle el p*to sistema de Correos y que no llegue a su destino esa quinta cuerda que compré en una tienda musical de la calle Santa Isabel de Madrid, para después introducirla en un sobre en un estanco de la calle Magdalena, y después preguntar a un portero portugués de la calle Atocha, que me indica que el buzón está donde la iglesia de San Sebastián (a la que acudo por cierto de vez en cuando si el cuerpo me pide la paz que ahora no tengo), para depositar ahí la carta, cuyo coste, unos cinco euros en total, no debería dejar de ser tenido en cuenta, con el resultado final de fracaso total, no deja de ser deprimente.

Enviar a tu querido primo la quinta cuerda que le falta a su guitarra clásica y que no llegue. Y que España siga girando. Joder todo.

 

4 de febrero

'Aún aprendo', Goya

Quizá febrero sea el mes menos literario del calendario, junto con marzo, pero lo es menos aún si las temperaturas rondan la cosa primaveral. Sol, repartidores en mangas de camis(et)a, gente haciendo fotos a las fachadas, el jardín vertical del CaixaForum de un nuevo y elevado reverdecer… Un día raro para morirse, por cierto, José Luis Cuerda, noticia que leo en la sección Urgente de un diario digital nada más entro en el Museo del Prado. 72 años. Una edad también rara para morirse. Sus Memorias fritas, editadas por Pepitas de Calabaza, me parecieron prematuras, como que hay que tener la barba muy amarilla para redactarlas. Como ese Antonio Gamoneda que presenta la semana que viene su La pobreza, a una edad que prefiero ni preguntar, en lo que es la segunda parte de su proyecto memorialístico. (Recuerdo haber coincidido con él en unos urinarios de los cursos de San Lorenzo de El Escorial. Curiosamente, llevaba, yo, una portada del ABC en que salía él a toda plana. Lo divino y lo humano). 

Veo y mal veo la exposición porque no tengo el espíritu asentado para el arte. Quizá mi mayor éxito de los años pasados fuera el haberlo tenido. Entrar un martes cualquiera en una exposición y quedarme ahí absorto, jubilado joven, sin pedir nada más al mundo, a la vida. 

Sólo la voluntad me sobra

La frase sirve de lema frontispicial para la expo. El contexto es el de un Goya viejo, ciego, sordo, mudo, loco que no puede sin embargo dejar de dibujar, de crear, porque voluntad, fuerza, tiene aún a espuertas. 

Ese vivir con las botas puestas. No todo el mundo es capaz. Existen incluso seres (angelicales) que lo tienen todo en contra, inmersos en la rutina del dolor como están, pero logran darle la vuelta a su cruz. Nadie les dedica exposiciones. Tampoco las demandan. 

¿Me sobra la voluntad más allá de la hiperactividad que le sigue a la ingesta de café? Viendo esos dibujos rápidos, pincel y aguada de tinta de hollín, ferrogálicas, me asalta la terrible duda. El arte no debe ser forzado. Goya creaba a su pesar. ¿Pintar o morir? ¿Y Cuerda? 

Que vuelva la niebla, el frío, la nieve incluso. 

27 de enero

Lunes, 27 de enero, se cumplen 75 años de la liberación de Auschwitz. Presos como Primo Levi verían con asombro esos caballos que parecían volar, pues la carretera estaba por encima de los barracones, entre la nieve y la niebla. Soldados soviéticos, del Frente Ucraniano, encarnarían entonces el triunfo del bien sobre el mal.

Aquel día cayó en sábado, White Sabbath. Hitler aún vivía.

Se asombra Manuel Vilas en su Lou Reed era español de que Lou Reed viviera (tres años al menos) en un tiempo en que aún vivía Hitler.  Mi madre, que nació un día antes que Mick Jagger, también fue coetánea digamos del nazi mayor. En febrero, se cumplirán veinte años de su marcha, la de mi madre, no la de Hitler. Nosotros también vivimos sobre el mismo suelo que Bin Laden, Sadam Hussein o Gadafi. Incluso me colé en la Cuba que aún gobernaba, desde hacía cincuenta años, Fidel Castro.

Ella se comió el franquismo enterito. Pero le dio la vuelta, plantón. Se rió de él.  Debería acordarme de los judíos liberados, de figuras como Ceija Stojka, niña gitana que aún tendría que esperar hasta el 15 de abril para que se liberara Bergen-Belsen. Pero hoy me acuerdo también de aquella otra niña de la Navarra de posguerra que convivió en tiempo con uno los mayores psicópatas de la historia. Subiré uno de los cuadros de la Stojka ya adulta, artista autodidacta, ya libre para siempre. También lo fue incluso dentro del campo, cuando se sentaba sin pudor cerca de los muertos, y sentía que nunca estaban solas pues a su alrededor revoloteaban las almas. Quizá haya quien sólo pueda sentirse libre, aun esté en el más hermético de los cautiverios.

22 de enero

lina scheynius

La mayor parte de cosas que me importan en el sentido de meterlas en la Thermomix de la literatura tienen que ver con personas que no han pedido salir aquí, o con las impresiones que su trato me genera, normalmente buenas, a veces agridulces, por lo que sea, una brizna de melancolía que se puede interpretar de este u otro modo. También tienen que ver con algunos roces derivados de ese trato humano, con amigos o con personas de tu entorno laboral, que piden también ese paño balsámico de la literatura pero que tampoco vuelcas por aquí por improcedente total.

Luego están intimidades varias, y no sólo las de corte húmedo, vamos a decir, sino otras que afectan a tu día a día, a tu intendencia personal, tus mudanzas, tus trabajos y no trabajos, que tampoco vas a poner aquí no tanto por pudor sino por otras misteriosas razones que, al final es a lo que voy, acaban empoderando de nuevo a la ficción como único vehículo de comunicación del que salir más o menos indemne. Porque luego están las autoncensuras de todo color que uno evita para no meterse en jardines tan improcedentes como quitatiempos y sumaagravios.

¿Qué contar entonces? Visto así, resulta sumamente meritorio llegar a teclear nada en este cuaderno extraño.

20 de enero

Recuerdo un 20 de enero de hace ya mucho, exactamente catorce años. Almería. Ella aún menor de edad, por un día, yo un tío que se creía muy mayor pero que no dejaba de ser un trémulo veinteañero. Por fin en carne hueso. Fuera de las pantallas. El amor intelectual que ahora se hace tangible y que nos gusta tanto o más. La Alcazaba. Andalucía entera. Quizá eso sea el amor, sin más, que te guste hasta la admiración lo que piensas y dices, que canta Battiato, y la fisiognomica correspondiente.

La Chanca. Lo exótico de lo moruno, el sur. Me veía echando raíces ahí. Eso también es un poco el amor, el horizonte.

Estos días he conocido a Mohammed, de Casablanca. Dice que podría ser profesor de español allá y que ganaría mucho dinero. Así lo ha expresado. En universidades. Dos o tres horas de clase al día como mucho. Él no quiere quedarse en Marruecos, pero en cambio sí lo recomienda para mí. Habla como si fuera algo que va a cumplirse. Darás clases, estarás bien. Le escucho con gusto; es la primera vez que pienso en el sur como lugar de prosperidad.

Quizá desde Casablanca intuya las almenas de la Alcazaba de Almería, y lo que creí el sur del sur sea entonces un norte que me oriente, o que me dé el consuelo que el faro regala a los marinos cansados de estrellas inasibles.

 

17 de enero

Hay personas que surgen como para que las metas en tus cosas, en estas de aquí, o en las papeles que mantengo no sé si con tesón o contumacia. Como K., que aparece justo en ese momento de merecida (sí, a veces pasa) desconexión, rollo Faturday incluso, y despliega su conversación como quien se instala en la plaza del pueblo a vender sus prodigiosos adminículos.

Animosa expansividad, todo sea dicho, de la que no puedes sustraerte, y en la que participas dudando de tu falta de asertividad o de si en realidad es lo buscas, vas provocando. El caso es que te habla de cómo su Uruguay está bien jodido por la droga, cómo en todas partes y a todas horas te ofrecen tema, y esa otra lacra, la pasta base, que los más jóvenes empiezan a tomar y no pueden no pueden no pueden parar.

Y las chicas, qué engreídas, nada que ver con las de acá, que te responden con total disposición a las dudas sobre qué metro tomar. En Uruguay te apartan la mirada, te miran por encima; ahora están, dice K, con el lío del Ni una menos y andan desnortadas total. ¿Y garchar? Las mejores minas están en Buenos Aires. Te sientas a hablar con cualquiera de ellas y no te tratan bien, al final se trata de conocer, de compartir, de pegar la hebra, ¿no?

K se irá unos días a Barcelona y luego vuelta para Montevideo. Pero regresará a España. Ha visto escuelas de teatro y no da crédito a lo rico de los programas. Aquí hay oportunidades, dice. Y sientes que puedes contar, confiar, con los demás.

Va por el mundo con su mate a cuestas, marca Canarias. ¿Qué es Canarias, una isla? Ha descubierto el Nuevo Mundo y su rostro cetrino se ilumina cuando me pregunta: Y vos qué preferís, ¿las latinas o las europeas?

16 de enero

Me dice Sole en Facebook que siga con esta «novela» de la vecina y su drama. Pienso en ello cuando veo a su marido a lo lejos. Como en un anuncio de colonia barata, ambos convergeremos en el portal. Aún me dedica (hoy cayeron tres) el feliz año. ¿En qué medida lo será para él, para ella? Pienso en Sole y en la casualidad. Dos segundos más tarde y no me habría cruzado con él. La vida está hecha de pequeñas sincronías. El que maneja los hilos lo sabe.

Tiene treinta años más que yo. La edad de mi padre. Se le ve fibroso. A veces le salen culebras por la boca. Otras me cuenta que llevan ya unas doce mil comidas en el comedor social. Tanto él como su mujer dedican su tiempo libre de jubilados a los demás. Luego ya el desfile de imprecaciones sobre tal o cual vecino de origen lejano; lo cierto es que trajeron problemas que antes no tenían.

¿Debería escribir de lo que me cuenta, de cómo encajó la noticia, de si nota o no nota ya los ataques de la enfermedad de su mujer? Siento decepcionar a Sole, pero de pronto siento el peso de ciertas reglas misteriosas. No el de la censura gazmoña, sino el de la propia conciencia que te sugiere no hacer literatura de baratillo con las desgracias ajenas.

15 de enero

Me para la vecina en el rellano. ¿Dónde has estado, que hace mucho que no te veo?

La noto rara. Ni me felicita el año nuevo porque ni son fechas ni porque está para desear felicidad a nadie. No le saldría creíble. Me insinúa que no ha empezado bien el año. Cosas que ya intuía… pero que nunca sabes. La herencia de mi madre… Que de dineros no va la cosa me ha quedado claro hace rato.

Pero, X, ¿te han dicho algo malo? No se arranca del todo.

La luz de la escalera nos deja a oscuras. ¿No se supone que habían puesto un sensor?

La noto trémula. Cuando me lo dijeron, adelanta, me quedé ida. Me ha costado una semana digerirlo: principio de Alzheimer.

Su madre murió con 79 años. Se turnaban entre las hermanas para cuidarla, de casa en casa. A veces gritaba por las noches. Otras, le hablaba a la muñeca de su hija como si fuera una niña. «Cinco años me quedan». Ambos sabemos que es difícil encontrar consuelo, y se nos nota. Se apaga la luz. Vuelve de nuevo. Se está avanzando mucho ahora en investigación, dice ella, o yo, y aquello nos sabe a algo. Me alegro mucho de verte, se despide, enfilando las escaleras.

 

14 de enero

Leo en la biblioteca, dejados atrás los achaques, la última de Álex Chico, Los cuerpos partidos. La imagen es potente, el emigrante tiene algo de ser dividido, culo entre dos sillas. Me pregunto si yo también lo soy, de un modo más acusado además por mi triple dimensión madrileño-navarro-gala.

Compré Los cuerpos partidos en la librería Pasajes de Madrid, el viernes pasado. Hoy me sorprendo al fijarme en cómo el ticket que me hace marcapáginas habla de librería Passages. ¿Tan pedantes son en esa librería internacional como para poner su nombre comercial en francés? Las librerías partidas.

No. El ticket-marcapáginas es en realidad de la librería Passages, en Lyon, donde el pasado junio compré dos libros de la editorial folio.

¿Qué hacer con las casualidades? Darles sentido. Como si ese ticket inserto en el libro de Chico, que un caprichoso movimiento del libro entre el desorden de mi mesilla de noche propició, viniera a recordar que lo partido se puede unir. Lyon y Madrid, Bousbecque y Cúllar Vega.