Lo llevo bien, lo llevo bien. Hago bandera del llevarlo bien, lo deseé incluso, un confinamiento personal, pero no deseaba en cambio decenas de miles de muertos y una economía en riesgo de paro cardíaco. La idea de que se cumplan los deseos de manera desaforada. Un genio de la lámpara sin sentido de la mesura. Un genio torpe, que en su generosidad provoca más mal que bien.
Lo llevo bien, lo llevo bien, tanto es así que hoy me levanté antes de las ocho y, ya duchado y repeinado, entendí el significado literal del saludo al sol. Tras casi cuarenta días sin verlo —piso exterior pero que no fue agraciado con la presencia solar directa— descubrí, o recordé, que a esas horas poco transitadas el sol sí se dejaba ver. Así que me he colocado como una suerte de figura de cera frente a un sol tibio, tiepido aprile, al que demandaba su dosis de vitamina D como el ratero exige los euros calientes para sus vicios.
He desayunado después una quesadilla con aguacate para esperar después sus efectos benéficos mientras escuchaba a Íñigo Alfonso por la radio, pero en lugar de llegar una energía nueva he sentido deseos de tumbarme. Quería terminar la novela de Juan Trejo, cuyo relato de un infarto vivido, entiendo, en carne propia me ha dejado un mal cuerpo considerable. El hipocondríaco suele serlo por su empatía extrema; prefiero no pensar en la fragilidad, en la falibilidad, de esa máquina fundamental para que todo se sostenga. Porque somos, los vivos, un prodigios de cosas que no fallan. Y que siga.
La salud es el silencio de los órganos, suele decir Holzer, y el otro día precisamente le comenté que notaba la presencia de los pulmones. En tiempos de pandemia, una cierta hipocondría es lo sano, digo yo.
Así que he sentido el deseo de leer, de terminar la novela de Trejo, pero me ha dejado tan cansado esa experiencia crucial al borde de la muerte que no he podido por menos que caer dormido, a pesar del café, a pesar de la vitamina D, de mis deseos de consagrar el miércoles a la teleproductividad.
He despertado a unas horas inconfensables y he pensado que sí, lo llevo bien, lo llevo bien, pero algo en mi aliento sabía demasiado a mí, a habitación sin ventilar, a yo sin ventilar.
Así que, por la tarde, después de enviar una factura, me he propuesto descubrir a pintores. Como Léonard Tsuguharu Foujita, y su vista de una calle de París, en 1922.